Miro la televisión y repaso las manifestaciones feministas de este año. Sonrío ante la pancarta que una joven lleva en la manifestación de este año. Soy mayor que muchas de las mujeres que veo en la pantalla y puedo mirar hacia atrás para contemplar cuanto hemos sufrido y cuanto se ha avanzado.
En mi juventud, casi infancia, tuve como todas las mujeres que sufrir el acoso por parte de los hombres. Era algo que aceptábamos con resignación; no podías sustraerte a ser una pieza de apetencia y acecho por parte de algún hombre. Un día u otro pasaría. Verte inmersa en una situación poco deseable era algo cotidiano. Lo aceptábamos como parte del hecho de entrar en la edad adulta. Asumíamos que éramos vulnerables e inferiores al hombre, porque la fuerza bruta y el deseo de dominio se imponía en nuestra vida.
Vivíamos inmersas en una dictadura y una sociedad patriarcal que nos negaba la igualdad de derechos frente al hombre; éramos consideradas seres inferiores. Sometidas a la autoridad de padres, hermanos y maridos, carecíamos de capacidad legal para heredar o para representar nuestros intereses ante la justicia o del derecho a desarrollar carreras sin el beneplácito de los hombres. Estas eran a grandes rasgos las limitaciones más visibles que impedían a la mujer vivir en igualdad legal con ellos. Pero además existía la violencia física y psicológica. Ante agresiones en el entorno familiar no tenías credibilidad y las autoridades minimizaban las consecuencias, incluso algunas mujeres se convencían de que era mejor callar y someterse a los dictados del hombre, porque denunciar no era garantía de salir del cerco del maltratador. Esta era nuestra cotidianidad que nunca cuestionamos.
En la calle la cosa cambiaba un poco; aprendimos a defendernos de los acosadores con armas de mujer. Ante la agresión física poco podías hacer así que inventamos métodos de protección y defensa. Procurábamos ir acompañadas, movernos por los lugares más iluminados de nuestros recorridos, ajustar nuestro cuerpo en el bus y el metro, pegando la espalda contra las paredes, nos defendíamos como podíamos, el bolso delante protegiendo los pechos y, si no podías ponerte en una posición de protección por la masificación del transporte púbico, usabas métodos más expeditivos. Ante un acosador no gritabas ni dabas opción a que te llamase loca, sabías que no tenías defensa, así que dejabas que se acercase todo lo que quisiese y, en el momento oportuno, ante un bache de la calzada, tu tacón caía en su pie con saña. Normalmente, el alarido era suficiente, después te decía que qué hacías, que él no podía hacer otra cosa que pegarse. Un “perdone, ha sido sin querer” y, eso sí, nunca una palabra de odio o rabia ante su manoseo, pues eso le daba alas al personaje. Y en la calle, si se atrevían a acercarse con esa intención, el alfiler en la solapa de la trenca nos ayudaba. Poco más podíamos hacer.
Ante las violaciones no había defensa. Si te habían echado el ojo y el violador ya había estudiado tus pasos, estabas perdida. La mayoría de las mujeres aceptaban el hecho traumático y procuraban curarse como podían. No había ayudas psicológicas ni compresión policial o judicial, además quedabas marcada como posible provocadora.
Miro la pancarta y me pregunto:
¿Tan poco hemos avanzado las feministas en el camino de la igualdad? Ahora los hombres se quejan de oír todo el día las reivindicaciones de las mujeres, ¿Cuánto habrá pasado esa muchacha para decirles que ella está cansada de sufrir?
Escucha, si tú estás cansado de oírlo, nosotras lo estamos de vivirlo.
Queda mucho camino para conseguir la igualdad.